La culpa de todo la tuvo Daniel, quien decidió comportarse como lo que verdaderamente es: un cretino. Por un simple error de comunicación previo a uno de nuestros encuentros sexuales, terminamos gritándonos por teléfono y yo jurándome nunca más llamarlo. Aguantarle cosas a la gente no es mi pasatiempo favorito, mucho menos a alguien con quien lo único que tengo es sexo. Pero entonces, al estropearse mi cita, tuve que recurrir a un plan B.
Lucía bien. Nos conocimos por Internet y tuvimos la decencia de decorar nuestro inevitable sexo con una visita al cine y unas cervezas. Después de una simpática película francesa y dos Bucaneros por persona llegó el tan ansiado momento en que solo quedamos él, yo y una cama. La trilogía perfecta. Pero entonces, aún antes de que el lecho pudiera hacer su entrada en esta historia, todo comenzó a estropearse.
Besaba mal. No solo tenía los ojos abiertos, lo cual es ya de por sí imperdonable, sino que además mordía mi labio superior y su lengua no hacía nada. Era como besar a un alga mordelona que te mira fijo. Entonces, mientras mi cínico interior me decía inmediatamente: “Oh, no, otra noche perdida”, mi yo que intenta ser cada día mejor me dijo: “Vamos, la cama no lo es todo, es inteligente, agradable y puedes tener una buena conversación después del coito. Solo acuéstate con él rápido y sales de eso enseguida”. Así, con la cama a mis espaldas, mi “amante” frente a mí, mi angelito a la derecha y mi diablito a la izquierda, me puse a pensar en la pregunta más vieja del mundo: ¿cuán importante es ser bueno o malo en la cama?
Cuando uno comienza en los asuntos del amor/sexo, la primera clasificación a la que sometemos a los hombres es si son lindos o feos. Luego, cuando algo más de madurez se impone y nos dejamos llevar por la admiración y el intelecto, los dividimos en inteligentes o brutos. Más tarde, cuando ya somos completamente maduros y sabemos que la inteligencia, el talento o las apariencias no tienen nada que ver con la felicidad o la satisfacción, clasificamos a los hombres en buenos o malos. Pero cuando uno ya ha pasado por todo eso más de una vez, ha acelerado el proceso habitual de conocer/sufrir por/decepcionarse de los hombres y ya no espera mucho más de ellos que lo que esperaría de una buena película, pues la única clasificación que nos queda de los hombres es si son buenos en la cama o no.
Los seres humanos han establecido el “tener sexo” en una sola categoría. “Ayer tuve sexo”, “ayer no lo tuve”, “quiero tener sexo”, “no hay nada como tener sexo”... Esto es un error; en realidad son dos categorías diametralmente distintas que no deben ser confundidas: “tener buen sexo” y “tener mal sexo”. Si bien a los adolescentes o a las personas que rara vez se van a la cama con alguien puede no importarle la diferencia entre ambas categorías, el resto de nosotros debe aspirar a una sola: el tener buen sexo. Debemos aclarar que existe una tercera categoría llamada “tener sexo normal”, la cual es en extremo peligrosa ya que al no ser un mal sexo - y ser nosotros tan horriblemente conformistas – nos acostumbramos a ella, olvidando que hay otra categoría superior.
Pero, ¿cómo saber que hemos tenido buen sexo y no “sexo normal”? Pues es extremadamente sencillo: nos sentimos más jóvenes. Sentimos una brisa que no existe en nuestra cara, todos nuestros problemas parecen lejanos, nuestra piel luce más hidratada y en el espejo del baño lucimos bien no importa la expresión que pongamos. Cualquier otra cosa es conformismo.
Si usted piensa que no somos juzgados en la cama, pues le pido que lo analice más fríamente. Es cierto que no somos juzgados tan severamente como en el certamen de gimnasia artística de los Juegos Olímpicos, lo cual es lógico ya que si vamos a acostarnos con alguien nuestro objetivo no es precisamente criticarlo, sino disfrutarlo. Pero de ahí a pensar que no somos juzgados hay un buen trecho. Sí lo somos, y por estresante que parezca, lo somos todo el tiempo.
Hay teóricos que afirman que ir a la cama no es lo fundamental en un intercambio entre dos personas. Aún cuando puedan tener razón, el Dr. Reyes Mancebo nos alerta acerca de los peligros internos que trae pensar algo como esto. Es, generalmente, el primer paso para ser malo en la cama. Así que si alguien le dice que el sexo no es tan importante, usted debe pedir permiso en ese mismo momento, pararse de la mesa, huir por la puerta del fondo e irse a su casa sin remordimientos ya que su cita se está justificando a priori por las deficiencias que demostrará un poco más tarde. Por supuesto que en la vida hay más cosas que el sexo. De la misma forma que hay más cosas que el agua y así y todo no podemos estar sin ella.
En una relación de pareja es aún peor porque el chantaje emocional hace su aparición: tengo amor que ofrecer por un lado y no sé moverme por el otro, podremos tener un hijo juntos y tú nunca sabrás lo que es un orgasmo. Tentador, ¿no es cierto? En mi caso personal, jamás he considerado a alguien como “novio” hasta haberme acostado con él, lo cual pasa por lo general el mismo primer día. Una vez cometí el error de hacerlo a la inversa, dejándome llevar por sentimentalismos, y postergué la cama hasta dos semanas después, luego de conocimientos de familiares, cenas románticas en el Barrio Chino y gritos desde las azoteas de “¡Estoy enamorado!” Luego descubrí horrorizado que no me atraía para nada en la cama, y ante la idea de pasar una temporada teniendo una vida social ejemplar, conjugada con una ausencia de morbo en el lecho, me las arreglé para nunca volverlo a ver. Hay quien no es tan valiente.
No hay manera de darse cuenta antes de tener sexo con alguien si es bueno o malo en la cama. Lo siento: no la hay. Hay que llegar hasta ahí. Pero las personas que no tienen sexo se dedican a inventar teorías para sentirse bien consigo mismas. Así, podemos constantemente oír los mitos urbanos de que los cuarentones son mejores que los veinteañeros, los negros mejores que los blancos, los constructores mejores que los intelectuales y los cubanos mejores que el resto del universo. Patrañas. Cualquiera que haya estado con una amplia cantidad de hombres de diversas etnias, nacionalidades, coeficientes intelectuales y hasta signos zodiacales, sabe que los buenos y los malos están en iguales proporciones en todas las categorías.
Así y todo, hay algunas señas que nos pueden ayudar a darnos cuenta antes de llegar al acto. Ese muchacho hermoso que se lleva todos los días a alguien distinto de la fiesta y sin embargo ninguno le dura más de un día…sospechoso. Ese otro que jamás va al gimnasio, está jorobado y despeinado pero cada vez que uno mira para una esquina, sale de atrás de un poste con alguna de las novias de sus amigos…hay algo ahí. De todas formas, nada de esto es determinante. La verdadera pericia de un amante no se comprueba hasta llegar a la cama (o árbol, auto, closet, pasillo…)
Ser bueno o ser malo no depende, como podría pensarse, de cómo está uno dotado para la vida. Si el hombre es inteligente sabrá imponerse a las deficiencias que la vida puede haberle dado. Eyaculaciones precoces, eyaculaciones prolongadas, dimensiones… Pero lamentablemente estos hombres por lo general vienen con un complejo que los supera y que se les nota en los comentarios que hacen. Pero hay algunos que así y todo se las arreglan y triunfan ya que saben que una de las claves del éxito en la cama – como en todo en la vida - radica en saber compensar.
Hay quien dice que la primera vez no cuenta porque uno se pone nervioso y no sale bien. Otro estereotipo erróneo. Si bien puede que sea mejor luego, debido al mayor conocimiento del otro y sus gustos, lo cierto es que desde la primera vez se encuentra el acople casi perfecto, el cual te lleva a que quieras repetir luego. En mi caso personal, tengo muchas primeras veces, ni un cuarto de las cuales llegan a una segunda vez, y muchísimas menos a una tercera. Aquellos con los que he estado más de diez veces, podrían entrar mañana mismo al Olimpo del sexo como los verdaderos dioses que son. Aunque sean cretinos como Daniel.
En el caso de las parejas, con aquellas con las que he estado por más de un año (han sido tres), he tenido sexo en todos los lugares, a todas horas, en todas las posiciones, y en todos los estados de ánimo. Y no solo estoy hablando de cantidad.
Hay quien lo estropea todo con la boca. Y no me refiero al sexo oral, sino a lo que dicen. Ejemplificaré con dos anécdotas el excesivo glosario incorrecto que me he encontrado. En una ocasión alguien empezó a gritar: “¡Soy lindo, soy lindo!” mientras teníamos sexo y se miraba en uno de los espejos de mi cuarto. Incluso alargó la mano para tocar su imagen. Casi salgo del cuarto para que pudiera seguir teniendo sexo con él mismo. Ni siquiera era lindo… Otra vez, justo después de haber eyaculado, uno se paró en la cama como si tuviera un resorte y, sin previo aviso, comenzó a cantar la canción que preparaba para su próximo disco. Yo lo miré desde la cama asombrado. Al final hice lo único que podía hacer: aplaudir. A pesar de que no me había ido mal, y que la canción no era precisamente mala, nunca más lo volví a llamar.
Yo casi nunca hablo en la cama. Me parece que es un recurso muy fácil y, enemigo que soy del facilismo, intento ser lo más habilidoso posible con otras cosas. Quizás sí pueda llevármelos a la cama con lo que diga – o escriba – pero pueden estar convencidos que no será mi arma en la cama. Ahí prefiero otras. Pero de todas formas, lingüista que soy, entiendo perfectamente la importancia del decir en la cama. Siempre y cuando no canten.
Si uno es bueno en la cama, siempre va a poder sacar algo de los demás y divertirse, a pesar de que los demás no sean buenos. Pero no vas a querer repetir luego. Si el hombre es muy lindo puede que sea horroroso en la cama y a uno no le importe. Le dirás a todos satisfecho: “Yo estuve con él”. Pero pasa lo mismo. A la segunda vez ya uno no lo ve ni tan bonito y quieres irte con otro la mitad de lindo y el doble de pervertido.
Pero ¿qué es ser buen amante? Pues bien, aunque las teorías obviamente varían, pueden sintetizarse en algo así: ser bueno en la cama incluye el tener buena técnica, control y conocimiento de su propio cuerpo, relajación, pericia y morbo. Saber dónde tocar y por cuánto tiempo, no dejar que los demás se aburran y lograr la perfecta dualidad de ser uno mismo y garantizar su placer al mismo tiempo que plegarse a los del otro. Y así y todo, teniendo todo esto, no se tiene la garantía de serlo.
No piensen que hago una apología a la técnica. Para nada. La técnica hay que aprenderla, eso es seguro, pero lo que verdaderamente te hace grande es saber cuándo dejarla de lado y pasar a la verdadera diversión, que combina los pequeños trucos técnicos que has aprendido con la relajación, el disfrute y la verdadera satisfacción.
Y generalmente, todo comienza con un beso. Por eso, si alguien no ha logrado descifrar cómo sincronizar sus labios y su lengua con los de los demás, es poco probable que sepa que a veces hay que soplar en una oreja, apretar una mano que se escapa de uno, pasar la nariz de arriba abajo por la espalda y seguir un poco más allá, parar a mitad de sexo, mirar a alguien a los ojos y pasarle la mano por el sudor de la frente justo antes de seguir. Y esto es solo en el sexo romántico. Tampoco sabrá decir groserías o dar un golpe en un momento determinado (o lo hará muy duro el muy imbécil). Tampoco sabrá encontrar un perfecto equilibro entre todo esto o darse cuenta de lo que funciona para cada cual varía según la persona o el estado de ánimo en que estén ese día. No, si no sabe dar un beso, no sabrá nada de esto tampoco.
Para cuando me di cuenta estaba acostado bocarriba con todo este post en mi cabeza aún cuando supuestamente estaba teniendo sexo. Así era de bueno aquello. Mi “amante” ya se las había arreglado para darme dos codazos, morderme un brazo sin nada de morbo y comenzar a reírse tontamente cuando le pasé los dedos por la cintura porque le hacía cosquillas. Así que justo cuando rozaba con sus dientes algo que nunca – nunca – debe ser rozado con los dientes, me harté, miré al angelito y al diablito que conversaban a mi derecha y les dije: “Recojan que nos vamos; esto se acabó”.
Mientras me ponía mi pantalón, el cual nunca debí haberme quitado, me preguntó qué pasaba. Supongo que pude haber sido comprensivo y habérselo dicho para que mejorara en el futuro. Pero hay algo con los hombres malos en la cama: nunca cambiarán ni mejorarán. Lamentable, pero cierto. Así que decírselo sería solamente ser cruel. Pero no me compadecí de él tampoco: por alguna razón desconocida para mí, los hombres malos en la cama cuando se encuentran entre ellos tienen relaciones que duran muchos años. Ni idea de cuál puede ser la causa, ya que nunca he estado en una relación de ese tipo, pero así es. Seguro se preocupan más por otras cosas. Ni idea de cuáles. Así que no sentí lástima; ya se encontrará a otro como él y durarán muchos años gritando por ahí cuán felices son, mientras yo sigo soltero. Así que lo miré y mentí: “Yo…no soy alguien muy sexual”.
De vuelta a la calle, y justo cuando regresaba a casa pensando en darle un buen uso a mi pornografía (los hombres buenos en la cama saben muy bien cómo darse placer a sí mismos), decidí hacer un acercamiento al plan A original.
“Oigo”, dijo la voz del idiota de Daniel al otro lado del teléfono. “Soy yo”, dije. “Pensé que habías dicho que nunca más llamarías”. “Pues sí, pero antes quiero decirte que eres un imbécil, un cretino, un anormal y nunca llegarás a nada en la vida, aunque creas que eres lo más grande”. “Está bien, ¿algo más?”. “Pues sí: en 20 minutos estoy en tu casa.” “Está bien, timbra cuando llegues para tirarte la llave.” “Ok.” “Vale.”
Eso quizás sea lo único malo de los hombres buenos en la cama: uno siempre termina regresando a ellos a pesar de todo.